Con su acérrima apología del socialismo provocó a lo largo de su existencia amores intensos y desamores exacerbados. 49 años en el poder y un legado intacto en manos de Raúl, su hermano, dejan en vilo a la isla que por décadas ha permanecido detenida en el tiempo.
Retrato del último hombre universal
A Fidel Castro lo fotografiaron decenas, cientos de veces: con su traje verde oliva y sus aires de hombre viril, firme y decidido; jovial, con casco, bate y uniforme de beisbolista; de corbata, haciendo desaires a Clinton en Nueva York; a carcajadas, puro en mano y en diálogo con García Márquez; usando sudadera, extenuado, vencido por su enfermedad, y así una lista tan eterna como serán su barba y su perfil.
Sin embargo, en más de 50 años de revolución, el líder solo posó para un pintor.
Su célebre mal temperamento, hizo que pocos lo imaginaran sereno, mudo, con la mirada fija en un artista. Lo cierto es que, mal que bien, el hecho ocurrió.
En cuatro ocasiones Castro estuvo frente al lienzo del ecuatoriano Oswaldo Guayasamín. Tal vez porque el pintor era indígena, devoto del socialismo o porque se declaraba admirador de las hazañas del cubano, éste, a regañadientes, accedió.
El primer intento ocurrió una noche de mayo del 61. Estaban en una terraza y la escasa luz la daban unos pocos candiles. El líder encendió un tabaco y durante horas lanzó un torrente de preguntas sobre pintura, geografía del Ecuador, política y arte.
Según cuenta Pedro Martínez, periodista de La Habana que presenció aquella noche, Fidel era humanamente incapaz de permanecer quieto y callado.
Cruzaba las piernas, se ponía de pie, volvía a los diálogos, al tabaco, preguntaba qué tipo de pincel era ese, de dónde venían los óleos y, sobre todo, cuánto tiempo faltaba.
La experiencia, concluye Martínez, fue tormentosa, hasta que el líder dijo que ya era suficiente, que las tareas de la revolución lo esperaban y que debía partir. Entonces el pintor guardó los rasgos en su memoria y retrató a un Castro joven, vital, enérgico.
Los siguientes cuadros, en el 81, en el 86 y en el 96, el día del cumpleaños número 70 del entonces mandatario, dan cuenta de su evolución, de cómo su barba se fue encaneciendo, el rostro se puso lánguido y Fidel, la última gran leyenda de la izquierda en el mundo, se apagaba.
En 2002, antes de morir, Guayasamín, que también pintó al guitarrista Paco de Lucía, a Gabo y a Mercedes Sosa, dijo que Fidel era el único personaje a quien no había podido atrapar en un solo cuadro, que tenía tantas facetas que si lo pintara 20, 30 veces no serían suficientes para captar cada una de sus maneras profundas de ser. Y qué gran certeza. Para este perfil, dos de sus maneras, el comandante íntimo y el público, con seguridad serán insuficientes.
El Fidel íntimo
Para los cubanos hay una gran diferencia entre ser bueno y ser chévere.
Bueno es el de corazón implacable, el que ama sin medida, y para Emilio Ichikawa, filósofo de La Universidad de La Habana y colaborador de El Nuevo Herald, Fidel estaba entre los chéveres: “Ponía el brazo sobre el hombro de mucha gente, como en cualquier país caribeño, pero su círculo de confianza era tan reducido que casi ninguno de los que creía estar ahí realmente lo estaba”.
Ni siquiera Alina Fernández, su hija extramatrimonial con Natalia Revuelta, una rubia de ojos verdes que prestaba su casa y su corazón a un carismático estudiante de apellido Castro, mientras éste cocinaba una revolución.
Alina, que prefiere llamar “tirano” a su padre de sangre, revela que, incluso con ella y su madre, Castro siempre mantuvo un secreto obsesivo sobre su vida privada.
Tal vez para mostrar a toda costa una imagen sobrehumana de sí mismo, jamás se dejó sorprender sin sus atavíos de militar, y aún así, dejó pistas sueltas que décadas después, en el relato que hace su hija desde Miami, muestran a un Fidel más dócil que el de las pantallas.
“Era un visitante nocturno, tierno y agradable”, comienza. “No constante, pero sí bastante consecuente después de largos periodos en que desaparecía”, continúa.
De niña lo vio entrar a su casa varias veces, y aunque era el mismo, le parecía distinto al hombre de la televisión que hablaba hasta nueve horas seguidas.
Lo recuerda conversando en el sofá de su sala, bebiendo café con leche y lúcido a las 2 de la madrugada.
Era hábil y ella no olvida que sus dedos de niña se perdían entre los de él mientras el uno intentaba atrapar las manos del otro con una palmada juguetona.
Pocas veces se quedaba callado y aunque su carácter era fuerte, padre e hija nunca tuvieron una confrontación violenta, aun cuando el Gobierno la consideró disidente, ella escribió un libro contra él y huyó a los brazos del siempre enemigo de Cuba, Estados Unidos.
“Ojalá me pareciera a mi madre, que es más bella que cualquier actriz de cine”, dice resignada. Pero Alina tiene los ojos y el color de piel de Fidel Castro y, aunque no lo admita, tiene un poco de su ardor.
La hija del ‘comandante’ estaba, pues, por fuera de su círculo de confianza. Conoció su casa en la playa, su residencia en La Habana -que aunque era grande y buena no era la mejor del barrio- y su oficina de amplios ventanales donde solía mantener un puño de semillas de anacardos para mantener a pulso la ansiedad. Sin embargo, nunca llegó al famoso Punto Cero, como llaman los cubanos al lugar “desconocido” donde Castro vivía con su familia.
Gabriel García Márquez, al parecer, estuvo tan cerca como pocos. En ‘El Fidel que creo conocer’, publicado hace más de una veintena de años, revela con detalles cuán próximos eran: sabía que dormía a retazos, que sus conversaciones duraban un promedio de tres horas, que leía desde tratados de hidroponía hasta novelas de amor, que un día dejó el tabaco por tener autoridad moral para combatir el tabaquismo, que su apetito era insaciable, que quería reencarnar en escritor, que conocía a fondo los veintiocho tomos de la obra de José Martí y que a veces evocaba “los amaneceres pastorales de su infancia rural, la novia juvenil que se fue”.
De todas formas, el nobel admitió que “es tal el pudor con que Fidel protege su intimidad que su vida privada ha terminado por ser el enigma más hermético de su leyenda”.
Su intimidad y su longevidad, porque se habla de que en su contra hubo más de 200 intentos de asesinato, sus enemigos lo dieron varias veces por muerto y aún así, antes del 2006, el único dirigente vivo que le aventajaba en número de años en el poder era el rey Bhumibol de Tailandia.
En su mandato, Fidel, como pocos, vio derrumbarse el Muro de Berlín, extinguirse a la Unión Soviética y pasar a once presidentes por la Casa Blanca, pero los héroes, antihéroes o como se prefiera catalogarlo, también flaquean.
El 31 de julio del 2006, la televisión estatal anunciaba que Castro dejaba temporalmente el poder por una misteriosa enfermedad intestinal y tras casi 50 años gobernando cedía el poder a su hermano Raúl.
Muchos celebraron, pero muchos también se sintieron como huérfanos. El 70 por ciento de los cubanos nacieron después de 1959 y no conocían a otro gobernante. Desde entonces la patria ya sentía la muerte de su amado, odiado padre.
El Castro público
Alina Fernández admiraba poco de Fidel, pero su inteligencia política, su manera de aprovechar la época para ganarse una posición, dice, lo hicieron el hombre más influyente ideológicamente del siglo XX.
Según Emilio Ichikawa, ‘el comandante’ era un político natural, con olfato para saber dónde y cómo podía dominar.
Joven, cuando llegó a La Habana a estudiar leyes, se dio cuenta de que había muchas personas opuestas al gobierno de turno de Fulgencio Batista, pero ellos solo aspiraban a hacer carrera en los partidos, a tener un cartón y a emprender pequeñas reformas. Él, en cambio, sabía que con esos deseos no era suficiente. La lucha armada ya rondaba en su cabeza.
Pero para Ichikawa, impresionaba más la forma en que Castro, aún proviniendo de una familia acaudalada, se convirtió en un intérprete de su pueblo. “Desde hace 50 años conocía la sicología de un cubano de a pie, por eso en reuniones importantes lo vimos rodeado de guajiros humildes que se ilustraron, nunca de grandes intelectuales; tampoco de políticos tradicionales, sino de personas sencillas y leales”, afirma.
Carlos Patiño, amante de la historia de Cuba y director del Instituto de Estudios Urbanos de la Universidad Nacional de Colombia, menciona los aciertos y traspiés de Castro. Para él, el gobernante supo poner su nombre y el de su minúscula isla en la escena internacional.
Por un lado, envió a miles de soldados y técnicos a las grandes 'causas internacionalistas': las guerras de Angola y Etiopía, los intentos revolucionarios de América Latina, como el de Allende en Chile, el de Chávez en Venezuela y el de las guerrillas colombianas.
Por el otro, su incidencia en la Guerra Fría terminó por dejarlo en el imaginario mundial, pero querer armar una economía autónoma en una isla cerrada y con el apoyo de una Unión Soviética que tarde o temprano vería su fin le costaron el hambre de su pueblo y el descrédito, así como los cientos de fusilados y prisioneros, su obsesión por privar de libertades, sus ideas conservadoras de vieja escuela y la frustración que provocaba en muchos que el caudillo se diera la buena vida mientras en Cuba vivían de migajas.
Aún así, dice Carlos, habiendo hecho el bien o el mal, no hay duda de que Fidel fue el último hombre universal, al menos el último de este siglo.
Un caudillo solo y triste
En sus últimos días, el mundo vio cómo Fidel se convertía en un viejo vestido con pijama y pantuflas. En un viejo bien atendido, respetado, con amigos y todavía más enemigos, pero al fin y al cabo, dice Emilio Ichikawa, “en un viejo flaco, solo y sentimental”.
Según cuenta, en Miami, la capital del exilio cubano, dejaron de ser frecuentes los programas humorísticos que imitaban la voz y la figura del líder. También se fueron esfumando los carteles y debates que lo dejaban mal o bien parado.
“Como si en vida la gente lo hubiera dado por muerto”.
Incluso, buena parte de sus últimas publicaciones en el diario oficial Granma aparecieron en páginas interiores y no en la portada, como fue costumbre por décadas.
Este Fidel Castro recuerda al Simón Bolívar melancólico, enfermo y perturbado que documentó García Márquez en ‘El general en su laberinto’.
Bolívar “había arrebatado al dominio español un imperio cinco veces más vasto que las Europeas, había dirigido veinte años de guerras para mantenerlo libre y unido, y lo había gobernado con pulso firme hasta la semana anterior, pero a la hora de irse no se llevaba ni siquiera el consuelo de que se lo creyeran”, escribió Gabo, sin sospechar, tal vez, que su fiel amigo, el cubano que había enviado 1.500 botellas de ron a Estocolmo para aplaudir su premio Nobel y que lo sorprendía con largas visitas de madrugada cuando coincidían en La Habana, tendría un final no muy distinto.
Desde hace años, Castro se hizo inmortal en los libros de historia y en las ideas de este y otros siglos. Incluso, según lo mostró un experimento del arquitecto Rafael Fornés en la Universidad de Miami, sus estudiantes norteamericanos imaginaban a principios del 2000 gigantescos mausoleos, casi santuarios, para dar sepultura a Castro. Pero, según dice Ichikawa, el que fue su presidente no escapó de una ineludible maldición, esa de que “todos los caudillos de América Latina mueren solos y tristes”.
MARIANA ESCOBAR ROLDÁN
EL TIEMPO.COM
marrol@eltiempo.com
@marianaesrol
Dos discursos que marcaron su vida
Su célebre mal temperamento, hizo que pocos lo imaginaran sereno, mudo, con la mirada fija en un artista. Lo cierto es que, mal que bien, el hecho ocurrió.
La Habana. Rodeado de jóvenes, Fidel Castro utilizó el imponente marco del Aula Magna para dar su testamento político, una severa crítica por los “muchos errores” cometidos y advertir que el sistema socialista podría conseguir lo que EE. UU. no logró ni por la vía militar: autodestruirse a causa de los “vicios” y “robos”.
El 17 de noviembre del 2005, con motivo del sexagésimo aniversario de su ingreso a la Universidad, una celebración tan personal que sorprendió a muchos analistas, pronunció el ‘Discurso de la universidad’, en el que habló del futuro de la isla tras su muerte, tema prácticamente tabú en la isla.
“Ustedes son los responsables de cómo se puede preservar o se preserva el socialismo”, dijo a los jóvenes. Pero alertó a todos los ciudadanos: “Esta revolución puede destruirse, los que no pueden destruirla son ellos (EE. UU.)”.
Por más de cinco horas, Castro, entonces de 79 años, desgranó memorias. “Allí me hice revolucionario. Me hice marxista-leninista”, recordó.
Fustigó, como en otras ocasiones, al gobierno de EE. UU. y especialmente al presidente George W. Bush, a quien llamó “descarado” y “mentiroso infame”. Pero el grueso de su intervención estuvo centrada en la sociedad cubana y sus problemas.
Castro destacó los esfuerzos para erradicar “defectos y errores” y se manifestó convencido de que pronto los cubanos vivirían esencialmente de su trabajo y sus pensiones. Pero advirtió que para lograrlo era imprescindible ganar la batalla contra los vicios, el desvío de recursos y los robos.
¿Qué hacer y cómo hacerlo?
Aseguró que desaparecería la “libreta de racionamiento” porque habría “más ingresos y más productos”, y que la nueva sociedad no sería “de consumo”, sino una sociedad del conocimiento.
“Vamos a cambiar injusticias y desigualdades sin cometer abusos”, indicó. Exigió enfrentar “muy seriamente a todas las formas de robo” y apostó por la “honestidad” de los “muchachos (estudiantes y trabajadores sociales)” para lograrlo.
Tras referirse al porqué se derrumbó la Unión Soviética (URSS), pidió “a todos, sin excepción” reflexionar “si puede ser o no irreversible un proceso revolucionario”.
Además esbozó el futuro: “Qué hacer y cómo hacerlo, si nosotros, al fin y al cabo, hemos sido testigos de muchos errores y ni cuenta nos dimos. Es tremendo el poder que tiene un dirigente, cuando goza de la confianza de las masas o confían en su capacidad. Son terribles las consecuencias de un error de los que más autoridad tienen y eso ha pasado más de una vez”.
Se mofó de un informe de la inteligencia estadounidense asegurando que tenía el “mal de Parkinson, pero se equivocan una vez más”. Sin embargo, reconoció que la Casa Blanca estaba esperando que alguien fallezca para llevar adelante “sus planes macabros” para la transición.
“Al parecer ese alguien soy yo”, dijo, pero recordó que la sucesión estaba en marcha. “Tenemos medidas tomadas y previstas, para que no haya ninguna sorpresa. Nuestro pueblo debe saber qué hacer en cada caso”, expresó. Insistió en que la Revolución es un “proceso de todo el pueblo y no de una persona”.
A su juicio, “uno de los grandes errores históricos” de los dirigentes cubanos fue creer “que con métodos capitalistas iban a construir el socialismo”. “El más importante error era creer que alguien sabía de socialismo, que alguien sabía cómo se construye el socialismo”, añadió. Y concluyó: “Es muy justa nuestra lucha. Por eso tenemos que emplear todas nuestras energías y tiempo para poder decir: ¡Vale la pena haber nacido! ¡Vale la pena haber vivido!”.
Muy lejos quedaba otro discurso, precisamente el que se convirtió en guía de la revolución, que dio a conocer masivamente a Castro, y que el joven abogado pronunció durante más de dos horas para su autodefensa el 16 de octubre de 1956.
Fue su alegato pronunciado durante la penúltima vista oral del juicio seguido en Santiago de Cuba contra los acusados de participar en el asalto al cuartel Moncada, de esa ciudad, y Carlos Manuel de Céspedes en Bayamo el 26 de julio de ese mismo año.
Ya condenado a 15 años en la cárcel en el presidio de la entonces llamada Isla de Pinos, Castro reescribió de memoria, en caligrafía minúscula escrita en hojas papel cebolla, dobladas hasta caber en cajas de cerillas, el discurso
Aún preso, dio la orden de “distribuir por lo menos cien mil ejemplares en un plazo de cuatro meses (…) La importancia del mismo es decisiva; ahí está contenido el programa y la ideología nuestra sin lo cual no es posible pensar en nada grande, además la denuncia completa de los crímenes que aún no se han divulgado suficientemente y es el primer deber que tenemos para los que murieron”.
‘La historia me absolverá’
El 26 de julio de 1953, un grupo de jóvenes, entre los cuales ninguno tenía experiencia militar, asaltó el cuartel Moncada, en Santiago de Cuba, y el de Bayamo.
Pretendían tomarse por sorpresa el control y las armas del cantón militar y emprender así el derrocamiento de la tiranía de Fulgencio Batista, que llegó al poder en virtud del golpe de estado del 10 de marzo de 1952.
El plan falló. Muchos asaltantes murieron bien en combate o asesinados posteriormente. Otros cayeron presos, como el jefe, Fidel Castro Ruz. La operación fue un fracaso militar, pero marcó el comienzo de la Revolución.
Tres meses después, Castro fue sometido a juicio. Amparado en su condición de abogado optó por la autodefensa, una perorata que pronunció, sin tener el texto escrito, el 16 de octubre de 1953.
Apoyado en su brillante oratoria, que ejercitó hasta el final de su vida, no paró durante dos horas.
Sus palabras, que luego reconstruyó de memoria, fueron sacadas de la cárcel en papelitos por Haydée Santamaría y Melba Hernández, sus compañeras de lucha del Movimiento 26 de Julio, y publicadas en cien mil ejemplares, contribuyeron a presionar a Batista para que lo sacara de la cárcel, algo que ocurrió dos años después.
Influenciado por las ideas de José Martí, el padre de la patria, mencionado en 15 ocasiones, el discurso devino en el programa político de la Revolución, pues, además de denunciar los crímenes del ejército de Batista, abocó los principales problemas de la isla para esa época.
“El problema de la tierra, el problema de la industria, el problema de la vivienda, el problema del desempleo, el problema de la educación y el problema de la salud del pueblo; he ahí concretados los seis puntos a cuya solución se hubieran encaminado resueltamente nuestros esfuerzos junto con la conquista de las libertados publicas y la democracia política”, dijo.
E hizo el siguiente diagnóstico: “El 85 por ciento de los pequeños agricultores cubanos está pagando renta y vive bajo la perenne amenaza del desalojo de sus parcelas. Mas de la mitad de las mejores tierras de producción cultivadas está en manos extranjeras”.
“Hay 200.000 familias campesinas que no tienen una vara de tierra donde sembrar unas viandas para sus hambrientos hijos y, en cambio, permanecen sin cultivar, en manos de los poderosos intereses, cerca de 300.000 caballerías de tierras productivas”.
“Salvo unas cuantas industrias alimenticias, madereras y textiles, Cuba sigue siendo una factoría productora de materia prima. Se exporta azúcar para importar caramelos, se exportan cueros para importar zapatos, se exporta hierro para importar arados (…) la necesidad de industrializar el país es urgente”.
“Hay en Cuba 200.000 bohíos y chozas; 400.000 familias del campo y la ciudad viven hacinadas en barracones, cuarterías y solares sin las más elementales condiciones de higiene y salud; 2’200.000 personas de nuestra población urbana pagan alquileres que absorben entre un quinto y un tercio de sus ingresos, y 2’800.000 de nuestra población rural y suburbana carecen de luz eléctrica”.
Fidel Castro contó “la historia de una república” que tenía leyes, partidos, y libertades hasta cuando el dictador cometió “el horrible crimen que nadie esperaba”. “Ocurrió entonces que un humilde ciudadano, con el código en una mano y los papeles en otra, presentó un escrito denunciando los delitos (...) Yo soy aquel ciudadano humilde…”.
Al triunfar la revolución el primero de enero de 1959, muchos de estos planes fueron puestos en marcha.
Milagros López de Guereño
Corresponsal de EL TIEMPO
Desde su isla enfrentó un imperio
Su célebre mal temperamento, hizo que pocos lo imaginaran sereno, mudo, con la mirada fija en un artista. Lo cierto es que, mal que bien, el hecho ocurrió.
"A los ojos de algunos altos funcionarios de la administración estadounidense, para el 10 de marzo de 1959 Fidel Castro –a dos meses de su ascenso al poder en Cuba- era ya un hombre muerto. Ese día se había celebrado una sesión del Consejo Nacional de Seguridad en Washington; en el orden del día, secreto por otra parte, este punto: su eliminación", escribía el biógrafo alemán Volker Skierka, en su libro “Fidel”.
Castro, por supuesto, nunca fue eliminado. Y según cuenta le leyenda, sobrevivió muchas intentonas más. De hecho se tornó, a lo largo de sus 48 años en poder, en el Némesis para 11 presidentes de E.U., epicentro de la Guerra Fría, y un factor permanente de zozobra y polémica que aún hoy –desde la tumba- desvela a los estadounidenses.
Pero las relaciones entre este “David y Goliat” no siempre fueron tan convulsas. El 7 de enero de 1959 y solo seis días después de su descenso de la Sierra Maestra para derrocar al dictador Fulgencio Batista, el propio presidente Dwight Eisenhower reconocía formalmente al nuevo gobierno.
En abril de ese mismo año Castro visitaba EE.UU., el mismo país que 20 años antes había sido destino de su luna de miel. Su causa y razones, además, contaba con serios simpatizantes entre ellos el John F. Kennedy que por entonces se perfilaba como el próximo mandatario de EE. UU.
“Hemos utilizado la influencia de nuestro gobierno para fomentar los intereses y el incremento de los beneficios de las compañías privadas norteamericanas que controlan la economía de la isla. (...) Portavoces del gobierno han elogiado a Batista y lo han catalogado como un buen amigo, mientras él asesinaba a miles de personas, suprimía los últimos residuos de las libertades y robaba al pueblo cubano. Por tanto ha sido nuestra propia política y no la de Castro la causa determinante de que nuestra antigua vecina se haya vuelto contra nosotros", sostuvo Kennedy en un discurso pronunciado en Cincinatti, en el marco de la campaña que lo llevó a la Casa Blanca.
Pero el entendimiento duró muy poco. En junio de 1960, y tras varios acuerdos comerciales que dejaban claro su acercamiento con la Unión Soviética, Castro decidió nacionalizar todas las petroleras estadounidenses que se negaban a refinar el crudo que llegaba de las URSS.
En octubre de ese mismo año dio un nuevo pasó que agotó la paciencia del antiguo socio: la expropiación por la fuerza de cientos de empresas estadounidenses en la isla. Washington respondió prohibiendo las exportaciones a Cuba, dando inicio formal a un embargo económico que está vigente a la fecha y, al año siguiente, Eisenhower rompió las relaciones bilaterales entre los dos países.
El primer gran pulso
Irónicamente fue el presidente Kennedy, pese a sus palabras conciliatorias, el que llevó el naciente conflicto a su punto más álgido en la historia.
A tres meses de su ascenso a la Oficina Oval, el recién electo presidente autorizó a un grupo de 1.297 exilados cubanos -entrenados por la CIA durante el gobierno anterior-, para que invadiera Cuba con la intención de derrocar a Castro.
El 15 de abril de 1961, seis aviones estadounidenses partieron desde Nicaragua y bombardearon pistas de aterrizaje en la isla como ante sala a la invasión.
Al día siguiente, Castro respondió a la agresión declarando a Cuba un estado socialista.
En todo caso, el bombardeo le valió a EE. UU. a una rotunda condena internacional que forzó a Kennedy a cancelar el apoyo aéreo que requería la operación.
Sin el respaldo de la aviación estadounidense, los exilados desembarcaron en Bahía Cochinos ese 17 de abril solo para ser masacrados por las fuerzas de Castro.
Imagen de la invasión de Bahía Cochinos, el 17 de abril de 1961, suministrada por Prensa Latina.
La invasión de Bahía Cochinos –como desde entonces se conoce este episodio de la historia- provocó la reacción soviética que decidió estacionar en Cuba misiles nucleares que apuntaban a EE. UU.
Informado por sus organismos de inteligencia, Kennedy ordenó en octubre de 1962 un bloqueo naval de la isla. Durante seis días de tensas negociaciones, el mundo contuvo el aliento ante la posibilidad de una guerra nuclear entre los dos gigantes.
Vista aérea de los misiles que pusieron en riesgo de guerra nuclear. La imagen es de las bases en Cuba, el 22 de octubre de 1962.
Al final, la URSS accedió a remover los misiles y EE. UU. se comprometió a nunca invadir la isla. Fue este acuerdo, que solo acabó de formalizarse en 1970 con el ex presidente Richard Nixon, lo que explica -según las memorias del exsecretario de Estado Henry Kissinger- por qué EE. UU. nunca intentó doblegar a Castro a través de la vía militar pese a contar con todos los recursos para lograrlo.
Desde entonces, las relaciones con Cuba se han movido al vaivén de los acontecimientos. Tanto mundiales como de la política interna de EE. UU.
El presidente demócrata Lyndon B. Johnson, por ejemplo, mantuvo relaciones informales con la isla y hasta firmó un acuerdo que permitía la emigración de 4000 cubanos a EE. UU. por un mes.
Sin embargo Nixon, mandatario republicano, suspendió el ingreso y endureció el embargo tan pronto llegó a la Casa Blanca en 1973.
Bajo el gobierno de Jimmy Carter las relaciones alcanzaron su mejor momento. No solo restableció lazos diplomáticos entre ambos países sino que, en 1977, autorizó el viaje de estadounidenses a Cuba tras casi 20 años de prohibición.
Pero el “romance” llegó a su fin en 1980 tras un éxodo masivo de cubanos al que se conoció como el “Mariel”. Agobiados por la penuria económica que provocaba el embargo miles de cubanos irrumpieron por la fuerza en la embajada peruana de la isla pidiendo asilo. Pese a los reclamos de Castro, que exigía su retorno, Perú los protegió y lo mismo hicieron otras embajadas, como la de España y Costa Rica.
Ante eso, Castro optó por permitir la salida de la isla, a través del puerto de Mariel, de todo el que no se sintiera conforme con su situación. Miles de personas –entre ellos criminales que fueron liberados de las cárceles- se embarcaron rumbo a EE. UU. provocando una crisis en el gobierno de Carter que daba tumbos tratando de reaccionar ante este imprevisto éxodo masivo.
Entre abril 15 y el 31 de junio de ese año más de 125 mil cubanos ingresaron al país y muchos sostienen que fue el manejo de esa situación lo que le costó al presidente demócrata su reelección.
En 1982, Ronald Reagan hecho atrás el reloj, truncando las recién nacidas relaciones y prohibiendo nuevamente los viajes a la isla. Con Bill Clinton, en 1992, las cosas comenzaron a mejorar nuevamente. El presidente, de hecho alteró una política instituida por Johnson que enfureció a la comunidad cubana en Miami. Comunidad, que para la época, ya era muy poderosa en Florida y comenzaba a pesar en términos políticos.
Desde entonces, solo el cubano que pusiera un pie en tierra firme sería aceptado en EE. UU. mientras que aquellos capturados en el mar serían repatriados. Dos años después las cosas volvieron a cambiar cuando aviones Migs de Cuba derribaron un par de avionetas de la organización de exiliados Hermanos al Rescate.
Cuatro personas murieron provocando la ira de los republicanos en el Congreso que al poco tiempo aprobaron un duro proyecto de ley que se conoce como la Helms-Burton y que endureció aún más el embargo. Clinton, que se encontraba en campaña de reelección, no tuvo más remedio que firmarla so pena de ser castigado en los comicios.
La ley desató a una profunda disputa con Europa y otros países del mundo pues preveía la cancelación de la visa estadounidense a todo el que usara o se beneficiara de propiedades que habían sido confiscadas a EE. UU. durante la revolución, y hasta permitía demandarlos en las cortes del país.
El último gran “round” de la tormentosa relación, curiosamente, lo desató un niño de cinco años que acabó por dividir al país en dos y, nuevamente, incidió en una elección presidencial.
Elián González, el célebre ‘balserito’, símbolo de la libertad y la soberanía cubana. Castro celebró los 10 años del niño, en un acto celebrado el 5 de diciembre de 2003 en la provincia de Matanzas (Cuba).
Elián González -el nombre del niño-, fue encontrado a la deriva cerca de las costas de Fort Lauderdale, Florida, en noviembre de 1999. Era el único sobreviviente de un grupo de 13 inmigrantes que habían salido de Cuba con la esperanza de llegar a EE. UU. Su madre estaba entre los muertos. Su padre, que no abandonó Cuba, exigía su retorno.
El último gran “round” de la tormentosa relación, curiosamente, lo desató un niño de cinco años que acabó por dividir al país en dos y, nuevamente, incidió en una elección presidencial.
Pero familiares en Miami, que lo acogieron desde que llegó, se negaban a devolverlo.
El caso desató una disputa internacional por su custodia que se extendió por siete meses. Clinton, presionado por un gran sector de la población que consideraba apenas lógico que el niño regresara con su padre y por su propia política de repatriar a los capturados en el mar, se hizo a un lado para que el departamento de Justicia, que comandaba Janet Reno, impusiera la ley.
Miles de cubano-americanos se atrincheraron durante semanas en torno a la casa en la que vivía Elián para impedir la repatriación que finalmente se dio la madrugada del 22 de abril tras un impresionante operación de asalto.
El vicepresidente Al Gore, temiendo que la decisión de Clinton afectara sus aspiraciones presidenciales en Florida, se puso del lado de los exiliados argumentando que eran las cortes familiares del Estado las que debían resolver el impasse. Pero muchos vieron en el gesto una calculada movida política y eso afectó su popularidad. Gore, irónicamente, perdió las elecciones pues Florida votó por George W. Bush.
Bajo Bush las cosas tampoco mejoraron. En el 2002, Carter volvió por sus fueros y se convirtió en el primer exmandatario o mandatario en visitar la isla desde 1928. Aunque criticó el récord en DD.HH. de Castro, atacó el embargo y prometió trabajar para acercar las posiciones. Al día siguiente Bush repudiaba el periplo de Carter, llamaba a Castro un tirano y prometió no mover una hoja hasta que no se dieran reformas políticas y económicas en la Isla.
Jimmy Carter visitó Cuba y fue el primer exmandatario estadounidense en visitar la isla desde 1928. En su periplo criticó el registro de derechos humanos en Cuba, pero atacó el embargo y prometió trabajar para acercar las posiciones. Imagen del 12 de mayo de 2012 en La Habana. AFP
Desde el 2008, cuando Fidel cedió la presidencia a su hermano Raúl, las relaciones con EE.UU. han ido mejorando. Por un lado, el cambio de mando coincidió con la llegada de un Barack Obama a la Casa Blanca que desde la campaña había prometido allanar el camino para la normalización.
Y aunque no está cerca de dar esa paso, si ha usado poder ejecutivo para eliminar restricciones de viajes y límites a las remesas que se envían a la isla. Castro, por su parte, ha promovido reformas económicas que son bien vistas en Washington.
Pero el progreso sigue siendo a cuenta gotas. EE.UU., de hecho, fue de los pocos países que se opuso abiertamente al fin de la sanción que pesaba contra Cuba en la OEA desde 1962 y que le impedía sentarse en el mismo recinto con los otros 34 países miembros.
Recientemente los acercamientos se han estancado por el caso de Alan Gross, un estadounidense encarcelado en La Habana al que se acusa de espionaje.
Pero muchos creen que si es liberado las cosas podrían cambiar de ritmo. Entre otras porque, según un estudio reciente del Atlantic Council, una gran mayoría del público estadounidense, incluido el de Florida, quiere acabar con el embargo y normalizar las relaciones con la isla.
Es una ¨habrá que ver¨ que depende mucho de los resultados electorales de EE. UU. en los tres años siguientes. Si un demócrata permanece en la Casa Blanca y este partido retiene al menos una de las dos cámaras, es probable. Pero si los republicanos recuperan la Oficina Oval y afianzan su control en el legislativo, el actual calentamiento podría regresar al congelador.
SERGIO GÓMEZ MASERI
Corresponsal de EL TIEMPO
Washington
¿Qué pasará cuando falte Fidel?
Su célebre mal temperamento, hizo que pocos lo imaginaran sereno, mudo, con la mirada fija en un artista. Lo cierto es que, mal que bien, el hecho ocurrió.
La Habana. Mientras Fidel Castro gobernó Cuba, el futuro del archipiélago era imposible de predecir. Durante años, la pregunta que se hacían todos los diplomáticos afincados en La Habana era: ¿qué pasará cuando falte Fidel?
Una pregunta que nunca, ni siquiera tirando caracoles, el sistema de los babalaos (sacerdotes de santería) cubanos, encontró respuesta.
No eran pocos quienes decían que el cambio llegaría tras su ausencia. El 31 de julio de 2006 muchos creyeron que vendría un revolcón. Otros, allá en Miami, saltaron de alegría pensando que el fin del comandante estaba próximo, incluso lo daban por muerto, como en muchas otras ocasiones.
Desde esa fecha, cuando delegó todas sus funciones de gobierno en el Partido Comunista de Cuba (PCC), su hermano y primer vicepresidente, Raúl Castro y seis hombres de confianza y fieles a la ortodoxia partidista, la continuidad ha reinado en la isla. También, después de que el general y ex ministro de Defensa fue legitimado en el poder ya en solitario, o mejor, rodeado de hombres de su confianza.
Fuentes consultadas por EL TIEMPO, hablaban de alarmistas informes de seguridad, según los cuales la violencia se apoderaría de las calles en algunos casos por venganzas personales.
Sin embargo, el mismo tiempo durante el cual las especulaciones y rumores sobre la salud de Fidel y su retorno o no al gobierno, fue fundamental para afianzar el nuevo estilo de gobierno de Raúl Castro.
El ‘raulismo’ ganó seis años más de tranquilidad tras la reelección del presidente venezolano Hugo Chávez. Un sexenio donde los 98.000 barriles de crudo a precios preferenciales estaban garantizados, al igual que los médicos y los tratamientos para pacientes venezolanos. La ayuda del chavismo representa la supervivencia de la ‘simbiosis’ económica e ideológica cubano venezolana y un aliado importantísimo en los foros internacionales.
Ni la prematura muerte del líder bolivariano, en marzo del 2013, rompió esos vínculos especiales. Venezuela se mantuvo como primer socio comercial de la isla.
China, el coloso asiático, es el segundo suministrador comercial y financiero del gobierno cubano, seguido de España y Canadá. La economía era en el 2006 un campo en crecimiento, el 12,5 por ciento, según cifras oficiales que otras fuentes reducen a cerca del nada despreciable 9 por ciento.
La crisis económica mundial rebajó las expectativas. El gobierno espera que con la nueva Ley de Inversiones Extranjeras aprobada en 2014 el crecimiento oscile entre un 5 y un 7 por ciento.
El turismo supera los 2’200.000 millones de visitantes al año –las proyecciones se acercan a los tres millones–, deja beneficios del orden de los 2.500 millones de dólares. Tras el establecimiento de sistemas de plantas generadoras de energía eléctrica los apagones disminuyeron al 90 por ciento.
Dirigentes del gobierno y el Partido, jóvenes revolucionarios, hacen llamados a mantener la “unidad” para la pervivencia del sistema socialista. Raúl Castro decía: “Fidel es insustituible, salvo que le sustituyamos todos juntos, cada uno en su lugar, cada uno en el lugar que le corresponde”.
La oposición, considerada por el gobierno como mercenaria y contrarrevolucionaria, está muy fragmentada. Según fuentes diplomáticas habría unos 200 grupos de reducida visibilidad pública.
Según Elizardo Sánchez Santa Cruz, líder de la ilegal pero tolerada Fundación para la Defensa de los Derechos Humanos, en total serían unas 20.000 personas. La excepción son las Damas de Blanco, grupo de mujeres familiares de presos y también premio Sajarov.
La muerte en un accidente de tránsito de Oswaldo Payá, premio Sajarov de los Derechos Humanos y líder del Movimiento Cristiano Liberación, y la salida de su familia al exilio redujo la influencia de ese grupo. Una situación similar sucedió tras el fallecimiento del ex comandante revolucionario Eloy Gutierrez Menoyo, fundador de la más moderada de Cambio Cubano.
Se mantienen otros grupos como la Asamblea para Promover la Sociedad Civil que encabeza la economista Marta Beatríz Roque, más radical y cercano a Estados Unidos; Todos Unidos, donde milita otro veterano, Vladimiro Roca; o las Damas de Blanco, grupo de mujeres familiares de presos y también premio Sajarov 2005.
El diálogo
El presidente Raúl Castro optó por no tener lastres políticos en las cárceles. Por un acuerdo con la Iglesia católica excarceló a los que quedaban presos. Después, su táctica para mantener a raya a los disidentes es retenerlos durante unas horas y luego soltarlos.
La mayoría sostiene que la solución pasa por el dialogo entre todos: gobierno, cubanos del exilio y cubanos que viven en la isla. Una tesis que fue ganando peso conforme aumentaron los intercambios de artistas, intelectuales y ciudadanos de Cuba y Estados Unidos.
La llegada de Barack Obama a la Casa Blanca suavizó las restricciones y favoreció los contactos de las familias.
Nunca se puede olvidar para el futuro el papel de Estados Unidos, que impone un bloqueo unilateral desde hace más de 50 años. El gobierno de George W. Bush lo endureció. El de Obama lo mantiene pese que cada vez se elevan más voces en ese país para que acabe porque, dicen, no ha dado ningún resultado.
El ex canciller Felipe Pérez Roque, decía: “No puede triunfar una idea, por justa que sea, si no se suman los que creen en ella. Les prometemos que nosotros seguiremos luchando por las ideas y los sueños a los que Fidel ha dedicado su vida”.
Dos años después, en el 2008 fue defenestrado por Raúl Castro, junto al entonces vicepresidente Carlos Lage, que para muchos era el elegido a suceder a Fidel Castro. Hoy están totalmente arrinconados y son otros funcionarios, aupados al abrigo de Raúl Castro, quienes acaparan las luminarias.
Para que nadie se acostumbre demasiado al sillón, el Congreso del Partido Comunista de Cuba aprobó que todos los cargos públicos sean renovados cada cinco años.
Milagros López de Guereño
Corresponsal de EL TIEMPO
Fidel Castro recuerda el Bogotazo
Presente en Bogotá ese día, el líder cubano relata el 9 de abril. Publicado el 14 de noviembre de 1976 en LECTURAS DOMINICALES, suplemento de EL TIEMPO que cumple un siglo este año.
¡Primicia! El testimonio esperado durante 28 años. ¡Fidel Castro por primera vez habla sobre la participación que tuvo en los sucesos ocurridos en Bogotá el 9 de abril de 1948! El relato fue grabado por Carlos Franqui, Comandante de la Sierra Maestra, director de Radio Rebelde de Cuba y posteriormente del diario Revolución, de La Habana, y actualmente exiliado en Francia. La transcripción está contenida textualmente en el libro de Memorias de Franqui que acaba de aparecer en París.
Lo de Bogotá fue en abril de 1948 exactamente. Yo era por aquella época una mezcla de individuo quijotesco, romántico, soñador, con bastante poca cultura política, un gran deseo de saber y una gran sed de acción. Si de una manera perfectamente consciente no comprendía todavía contra qué grandes enemigos iba a luchar, empezaba realmente a avizorarlos. Había en mí algunas mezclas de sueños martianos, bolivarianos, y de socialista utópico.
Por aquella época me resultaba muy difícil explicarme por qué la América que habían concebido sus grandes y extraordinarios emancipadores se apartaba tanto de la penosa realidad que presentaban casi una veintena de repúblicas divididas, débiles y empobrecidas.
Había leído muchas biografías de Bolívar y sentía una profunda simpatía hacia la vida y la obra de aquel hombre extraordinario. Naturalmente que no podía entonces analizar sino de una manera muy simple el fenómeno, con una concepción realmente idealista de la historia. Me imaginaba aquello resultado de traiciones, las perfidias humanas, políticos corrompidos, militares ambiciosos, y en cierto sentido transportaba mecánicamente a la situación de los distintos países la imagen que tenía del cuadro de nuestra propia política nacional, saturada de esos ejemplos. No estaba capacitado por aquellos días para comprender el fenómeno imperialista en su forma cruda y real, y su influencia decisiva en la suerte de nuestras naciones latinoamericanas.
Sin embargo, de la lectura y del estudio de los escritos y discursos de Martí -al que también por aquella época leían incansablemente- y de las historias recientes de las intervenciones militares de Estados Unidos, no solo en nuestro país sino en numerosos países latinos para defender allí los más bastardos intereses, la colonización de Puerto Rico y el apoderamiento de una porción del territorio que ocupa el Canal de Panamá, me hacían sentir cada vez con mayor claridad que la política de Estados Unidos y su extraordinariamente desigual desarrollo con respecto al resto de América Latina, y sus afanes cada vez mayores de dominio y de control, eran la causa principal de esa situación. Claro está que otras potencias imperialistas habían tenido notoria influencia en los acontecimientos.
América Latina
Me deprimía el cuadro de América Latina, dividida en numerosos Estados y Repúblicas débiles y empobrecidas. Tenía muy presente la prédica incesante de Martí en favor de la unión de América para defenderse del creciente expansionismo, del poderío colosal que se desarrollaba en los Estados Unidos del Norte. De una manera muy simple, a través de un razonamiento muy sencillo, yo estaba persuadido de que Estados Unidos era el gran enemigo de la Unión y del desarrollo de las naciones hispanoamericanas, que Estados Unidos siempre haría todo lo que estuviera a su alcance para mantener esa debilidad y esa división sobre las cuales ellos realizaban su política de manejar a su antojo la suerte de nuestros pueblos.
¿A qué lo atribuía? A la maldad de los hombres, no a las consecuencias de un determinado sistema social, no a un producto de la historia. Sentía fuertes simpatías por el pueblo puertorriqueño, por sus afanes frustrados de independencia; veía en la historia del Canal de Panamá un acto de despojo y de piratería contra la nación constituida por el propio pueblo de Panamá; sentía un profundo repudio por la política brutal que había despojado a México de una considerabilísima y extraordinariamente rica porción de su territorio.
Por otra parte subsistían posesiones coloniales de potencias europeas. Un número de nuestros países vivían subyugados por las tiranías militares que a nosotros nos recordaban los años sombríos de Batista en sus primeros once años de gobierno. Y como estudiante que era, pensaba que era necesario comenzar a hacer algo y que los estudiantes podían jugar un papel en la lucha contra aquello. Aquellas cosas en aquel tiempo constituían algo así como un primitivo e incipiente programa revolucionario.
A Bogotá
Expuse la idea a un grupo de dirigentes universitarios de que la Federación Estudiantil Universitaria de Cuba organizara un Congreso Latinoamericano de Estudiantes, que coincidiera, precisamente, con la Conferencia de la Organización de Estados Americanos en Bogotá.
Pero tenía la impresión de que se reunían allí los representantes de los gobiernos corrompidos, saqueadores, politiqueros venales al estilo de los nuestros cuando no los emisarios de las satrapías sanguinarias; el propio repudio que sentíamos nosotros hacia el Gobierno de Grau San Martín, representante y exponente de la frustración de una increíble descomposición administrativa, nos daba una idea de quiénes se iban a reunir allí a nombre de los pueblos. Y por eso pensamos que debían los estudiantes reunirse también con mucho más legítimo derecho a nombre de los verdaderos pueblos.
La hostilidad que Estados Unidos manifestaba hacia el movimiento peronista hacía instintivamente mirar con cierta simpatía hacia Perón, hacia su movimiento. Por aquellos días circularon entre los estudiantes numerosos folletos con discursos de Perón dirigidos a los trabajadores, sus alegatos nacionalistas, sus apelaciones a las masas, su lucha contra los oligarcas. Esos discursos ejercían en nosotros alguna atracción, aunque con muchas reservas producto del carácter caudillista y militarista con que la inmensa mayoría de nuestros periódicos -copiando las consignas de Estados Unidos- habían estado inculcando durante años en nosotros, lo cual chocaba ciertamente, por otro lado, con el apasionado sentimiento constitucionalista y democrático de nosotros como estudiantes.
Aún todavía para nosotros la democracia era una mágica palabra. En su nombre se había derramado la sangre de millones de hombres en los campos de batalla en una guerra cuyas incidencias leíamos con el apasionante interés de los muchachos por la historia y por la época, con toda nuestra simpatía al lado de los que luchaban en nombre de esa democracia, horrorizados por las barbaries del nazismo. En su nombre se congregaban alrededor de nuestros Comités universitarios incontables exiliados de todos los confines del Continente.
De la democracia griega habíamos estado leyendo las mayores apologías en todos los libros de historia de las escuelas y de los institutos, sin que a nadie se le hubiese ocurrido indicarnos que aquella democracia se sustentaba sobre las espaldas de decenas de miles de esclavos y el trabajo de las masas de ciudadanos desprovistos de los derechos a participar en el ágora pública; de la misma manera que todavía no comprendíamos que esta llamada democracia contemporánea se asentaba también sobre las espaldas no de decenas de miles, sino de millones de hombres igualmente esclavizados en las ciudades y los campos, cuyos derechos de igualdad y de libertad solo figuraban en los textos manoseados de nuestras constituciones democráticoburguesas. Pero, en fin, estábamos dispuestos a dar la vida por esa democracia.
En marcha
Hicimos contacto con algunos delegados del Movimiento peronista que por aquellos días visitaban a Cuba, quienes se interesaron por el programa que nosotros queríamos plantear en la reunión estudiantil, en el que estaba la lucha contra la subsistencia del coloniaje de Estados Unidos, que incluía entre otras las Islas Malvinas, en las que estaba interesado el gobierno argentino. En consecuencia, en coordinación con ellos organizamos el Congreso. Ellos se comprometieron a movilizar los centros estudiantiles de las zonas donde tenían más relaciones, nosotros a su vez enviamos delegaciones a Centroamérica, y partimos hacia Colombia, pasando primero por Panamá y Venezuela.
En Panamá nos reunimos con los estudiantes universitarios, que por aquellos días estaban en plena efervescencia a consecuencia de las luchas en favor de los derechos de Panamá con relación al Canal, en las que habían resultado algunas víctimas, entre ellas un joven inválido de un balazo que fue convertido en bandera de los estudiantes panameños.
Me admiró el fuerte sentimiento antiimperialista de aquel centro universitario, mucho más desarrollado políticamente que nuestra propia Universidad de La Habana. Obtuvimos su apoyo para el Congreso.
Durante nuestra estancia en ese país, la cosa que más me impresionó fue el espectáculo de las calles de la capital, contiguas a la Base Naval, que desembocaban en la zona del Canal, que eran un conjunto interminable de prostíbulos, cabarets, bares, night clubs, centros de diversión. Aquello causó en mí una impresión deprimente e inolvidable.
Hice un recorrido por aquellas calles; y en medio de aquello, que era para mí la estampa viva de lo que los canales, las bases y las instalaciones norteamericanas significan para los pueblos, y en medio de toda aquella impresión, una anécdota que venía a gravitar sobre nuestros ya apesadumbrados ánimos.
Las mujeres cubanas eran tenidas por las más bellas de todas, de modo que muchas mujeres de distinta procedencia se hacían llamar cubanas; esto aparte de las cientos y tal vez miles de cubanas que allí ejercían la prostitución, arrastradas hacia aquella penosa profesión por traficantes internacionales de mujeres que llevaban de nuestra isla a Panamá barcazas cargadas de ellas. ¡Hasta la zona del famosísimo Canal de Panamá iban a parar las hijas de las familias humildes que los burgueses cubanos, con su sistema de corrupción, desempleo, desesperación y hambre, convertían en prostitutas!
¿Cuánto dolor sentí al pensar que solo por aquellas razones era muy estimada y conocida Cuba fuera de sus fronteras! ¡Y así eran conceptuadas en el exterior por lo general las mujeres de un país que en los días de la Revolución que estaba por venir dieran tan extraordinarias pruebas de entusiasmo, patriotismo y virtudes morales!
De Panamá nos trasladamos a Venezuela, conmovida todavía por el movimiento revolucionario que derrocó a la tiranía, donde obtuvimos también el apoyo de los estudiantes universitarios para la Conferencia estudiantil de Bogotá.
Con Gallegos
Recién había asumido la presidencia el destacado escritor Rómulo Gallegos. Nosotros tuvimos el propósito de conversar con él, de quien teníamos un magnífico concepto. A tal efecto le solicitamos una entrevista, la que se nos concedió para el otro día. Dicha entrevista fue solicitada directamente a su familia en una casa que poseían en La Guaira, y me impresionó muy favorablemente la ausencia de centinelas, formalismos y protocolo; fuimos recibidos de manera simple por sus familiares, que se comunicaron por teléfono con él desde allí, porque en realidad estaba en Caracas, concediéndonos la entrevista para el día siguiente, la que no pudo efectuarse porque temprano debíamos tomar el avión en el aeropuerto de Maiquetía hacia Colombia.
En Colombia nos reunimos inmediatamente con los estudiantes universitarios, el ochenta por ciento de los cuales militaba en las filas del Partido Liberal dirigido por Jorge Eliécer Gaitán. El ambiente era francamente progresista e igualmente antiimperialista. El Partido Comunista era una organización que tenía aproximadamente diez mil miembros, luchaba en condicione difíciles y no podía decidir mucho en los acontecimientos.
La idea del Congreso mientras se celebraba la Conferencia tuvo entusiasta acogida, y se dieron a la tarea inmediata de hacer todos los preparativos. Comenzaron a llegar los representantes de otras universidades; celebramos varias reuniones preliminares discutiendo el Programa, que incluía todos los puntos a que me refería anteriormente: la lucha contra las dictaduras militares, la independencia de Puerto Rico, internacionalización del Canal de Panamá (o nacionalización, no me acuerdo), cese de los territorios coloniales en la América Latina y la organización de una Federación Latinoamericana de Estudiantes.
Allí se suscitó una pequeña cuestión de jurisdicción. Aun cuando yo no era presidente de la Federación Estudiantil Universitaria de Cuba, sino solo de la Escuela de Derecho de la Universidad de La Habana, y aun cuando en nuestra Delegación iba también el presidente de nuestra Federación, los delegados reunidos en aquellas sesiones preliminares me habían designado presidente de aquellas reuniones.
Recuerdo haberles explicado a los distintos delegados reunidos allí que yo no tenía ningún interés por aquello, que solo me interesaba el éxito de lo que se estaba haciendo, que yo sabía bien la historia de América, cómo los hombres que más lucharon terminaron su vida en el olvido, con méritos infinitamente mayores que los que nosotros pudiéramos alcanzar, que no esperaba honores en el cargo, no luchaba por honores en el cargo. Al parecer por la forma realmente sincera con que me expresé, el resultado fue que unánimemente decidieron que yo prosiguiera presidiendo el Congreso.
Con Gaitán
Nuestro entusiasmo crecía de punto al expresarnos los representantes de los estudiantes colombianos, la posibilidad de que Gaitán inaugurara nuestro Congreso en la Plaza de Cundinamarca, con un acto multitudinario el mismo día que se inaugurara la Conferencia de Cancilleres.
Para conocer a Gaitán, y para hacerle la invitación formalmente, los estudiantes me invitaron a visitarlo en su despacho, a donde yo me trasladé -no recuerdo exactamente la calle. Nos recibió en su oficina el día 7 de abril, nos entrevistamos con él; nos trató con gran amabilidad, nos habló con simpatía de lo que estábamos haciendo. Nos entregó distintos folletos contentivos de sus discursos, entre ellos una preciosa pieza oratoria: ‘Oración por la paz’, que pronunciara en semanas pasadas recientes, después de un gigantesco desfile de masas, en protesta contra los asesinatos que se venían cometiendo en todo el país contra sus partidarios.
Leí aquel discurso con sumo interés, lo cual junto a las noticias sobre la fuerza de su movimiento, el triunfo absolutamente mayoritario obtenido en elecciones parlamentarias recientes, la magnitud de sus actos de masas y la simpatía de lo que estábamos haciendo. Nos entregó distintos folletos contentivos de sus ideas. Lo que proponía aquel hombre, me convenció de que representaba en aquel entonces una fuerza realmente progresista en Colombia, y que su triunfo sobre la oligarquía estaba descontado.
Nos invitó a reunirnos otra vez dos días después a las dos de la tarde: tres horas, precisamente, después de su trágico e incalificable asesinato.
Gaitán no solamente tenía un enorme arraigo entre las masas; tenía también grandes simpatías en el propio ejército de Colombia. Allí estaba surgiendo considerablemente un factor por aquellos días: era su defensa de un teniente del ejército, que al parecer en un acto de defensa propia había dado muerte a un policía (o algo por el estilo: un funcionario o a un policía, no recuerdo exactamente bien).
Como este oficial tenía antecedentes liberales, y al parecer la situación política estaba influyendo en el proceso, el juicio se convirtió en un acontecimiento de gran trascendencia. Gaitán era un abogado defensor; las audiencias eran transmitidas por radio y escuchadas virtualmente en todos los cuarteles de la República. Invitados por los estudiantes asistimos a una de las sesiones del juicio de Gaitán, con extraordinaria habilidad, defendía tanto desde el punto de vista penal como político al acusado, que se había convertido en algo así como un Dreyfus de los militares.
No es de extrañar, pues, que la oligarquía colombiana, en medio de una ola de sangre, fraguara el asesinato de aquel formidable adversario al que realmente temían.
El 9 de abril de 1948
El día 9 de abril salimos nosotros del hotel donde hoy nos hospedábamos a recorrer la ciudad ante de almorzar, y en espera de la entrevista que tendríamos por la tarde. Eran como las once de la mañana aproximadamente cuando gentes como enloquecidas comenzaron a correr por las calles repletas de público, gritando con ojos de indescriptible asombro: ‘¡Mataron a Gaitán¡ ¡Mataron a Gaitán!’ Y así la noticia se esparció como un reguero de pólvora por toda la ciudad.
Apenas en cuestión de minutos comenzó a producirse de una manera espontánea, porque aquello no lo podía ni fraguar ni organizar nadie, una extraordinaria agitación. Se creó un estado de cólera indescriptible.
Yo me encaminé por una de las calles hacia la Plaza que está frente al Capitolio, donde precisamente se celebraba la Conferencia de Cancilleres, custodiado por un cordón de policías vestidos de azul, con la bayoneta calada. La muchedumbre concentrada en el parque se aproximaba al cordón de policías que ante el impacto que le produjo aquel movimiento se deshizo en mil pedazos, penetrando el pueblo en el Capitolio sede de la Conferencia, en el que veían tal vez un símbolo que les recordaba un poder odiado
En aquellos momentos yo, en el medio del parque, contemplaba lo que estaba sucediendo. Pero muy pronto también la gente comenzó a destruir las farolas eléctricas: piedras y cristales saltaban por doquier. Alguien desde un balcón trataba de hablar; nadie lo escuchaba ni habría podido escucharlo.
Pronto me di cuenta que aquello que estaba desarrollándose no conducía a nada. Las vidrieras de los establecimientos comenzaban a ser destruidas; no se sabía cómo se iba a encauzar todo aquello, pero era evidente que una insurrección popular estaba en marcha.
De insurrecciones populares de aquellas características, yo no conocía más que las impresiones que en mi imaginación habían dejado los relatos de la toma de la Bastilla, y los toques a rebato de los Comités revolucionarlos de París llamando al pueblo en los días más gloriosos de la Revolución. Pero allí en aquel instante nadie dirigía.
Decidí dirigirme a la casa donde residían dos compañeros más de la Delegación. Al atravesar una de las calles vi la primera manifestación de algo que parecía canalizado en alguna dirección: era una enorme muchedumbre, algo así como una interminable procesión, que no sé -y dudo que alguien sepa- cómo se formó, y que avanzaba hacia una estación de policía, que estaba a varias cuadras de allí. En aquella muchedumbre me enrolé; no sabía qué iba a ocurrir cuando alcanzara la estación de policía.
A las armas
Decenas de hombres con fusiles apostados en las azoteas, pero nadie disparaba. Llegamos a la entrada y las puertas se franquearon. Cientos de personas se lanzaron dentro buscando desesperadamente armas, y aunque yo estaba entre los primeros solo pude alcanzar una escopeta de gases lacrimógenos. Con ella y varias cananas de bala de ese tipo -que me imaginaba pudieran servir para algo- subí a la planta alta a tratar, si era posible, de encontrar más equipo, sobre todo algún equipo de campaña o algún arma mejor. Entré en una de las habitaciones; había allí un grupo, que después comprendí que eran oficiales completamente desmoralizados y acobardados.
Les pregunté si tenían armas o ropa de campaña, ropa militar; y, por cierto, no se me podrá olvidar que habiéndome sentado en una de las camas en disposición de ponerme unas botas militares, uno de aquellos oficiales, en medio de aquel caos, no se le ocurrió otra cosa que gritarme lleno de preocupación: ‘¡Mis boticas no! ¡Mis boticas no!
Salí al fin con unas botas, un capote militar y una gorra sin visera. Mientras tanto, un tiroteo descomunal tenía lugar en el patio. Bajé, y eran los primeros hombres del pueblo, armados probando sus armas al aire. En medio del patio un oficial armado de un fusil trataba de formar una escuadra, en medio de un gran desorden. Yo me arrimé allí y también formé en la escuadra.
Cuando aquel oficial me vio con tantas cananas y la escopeta de gases lacrimógenos, se dirigió a mí, y al parecer en realidad porque tenía muchos deseos de marcharse más que otra cosa, me dijo: ‘¿Qué vas a hacer con todo esto? Mira, mejor dámelo y yo te entrego el fusil este’. Para recibirlo, en medio de mucha gente que quería armas, tuve que forcejear duramente. Y así tuve al fin un fusil con 16 balas.
Salí del edificio y ya estaba en marcha de nuevo la multitud, armada de mil maneras distintas: unos con fusiles, otros con machetes, otros con hierros. Y aparentemente se dirigía hacia el Palacio presidencial. Varias esquinas más adelante, se entabla un tiroteo; la muchedumbre, instintivamente, retrocede, pero a los pocos segundos como un resorte vuelve de nuevo a avanzar.
En estas circunstancias ocurren las cosas más inverosímiles. Llego a la esquina donde se había producido el tiroteo, me encuentro a dos hombres armados de fusiles en una de las esquinas, parando a la gente, desviándolas hacia otra dirección, diciendo que solo pasaran los militares. Creyendo que eran dos revolucionarios, yo me puse a ayudarlos también. Después llegué casi a la convicción de que en realidad no eran revolucionarios sino dos soldados que allí estaban -algo inconcebible e inexplicable- en un intento de poner un poco de orden dentro de aquella confusión. Aún hoy no estoy seguro si realmente eran revolucionarios o eran soldados.
Desorden
Al tratar de indagar qué ocurría, me informaron que desde un colegio, una universidad católica, habían disparado sobre la multitud y se había originado un tiroteo. Debo confesar que en aquellos tiempos yo -habiéndome educado durante muchos años en un colegio religioso- me mostraba incrédulo, no podía imaginarme a los sacerdotes disparando desde aquel edificio contra la gente. Y aún no puedo afirmar a ciencia cierta lo que ocurrió, si efectivamente se disparó o no se disparó, o si algunos militares o civiles de la oligarquía dispararon desde allí. Es lo cierto que mientras yo observaba en medio de la esquina alguien bruscamente me apartó hacia una pared. Días más tarde, sin embargo, llegue a la conclusión –vistas todas las cosas que pude observar- de que en Colombia hay sectores del clero lo suficientemente reaccionarios como para disparar sin vacilación contra el pueblo.
Grupos de estudiantes en carros altoparlantes, con los cadáveres de sus primeros compañeros muertos colocados en el techo, arengaban a la muchedumbre.
Después que yo salí, que se produce el tiroteo, estoy en la esquina, salto para una pared, voy a la otra esquina, allí veo los primeros carros altoparlantes. Grupos de estudiantes aparecieron: pude identificar entre aquella gente a algunos estudiantes, me reuní con ellos y comenzaron a llegar noticias de que una estación de radio, que estaba en manos de los estudiantes, estaba siendo atacada por el ejército y necesitaban refuerzos. Alguien propuso que nos dirigiéramos hacia allá, y allí nos dirigimos.
Cruzamos por varias calles y acertamos a pasar, entre otros, frente al edificio del Ministerio de Guerra; por la calle contraria a la que íbamos nosotros, marchaba un tanque y una compañía de soldados con cascos; no disparaban y qué actitud tenían. Llegaron a una gran plaza que está en las cercanías del edificio del Ministerio de Guerra; venían en dirección opuesta.
En ese momento éramos un grupo de seis o siete. Como medida de precaución nos situamos a la expectativa detrás de unos bancos del parque; mas el tanque y los soldados pasaron, haciéndonos caso omiso. Cruzamos la calle y nos paramos frente al Ministerio de Guerra.
En aquel momento, aparentemente, el ejército vacilaba, en una actitud expectante ante los acontecimientos. Recuerdo que dejándome llevar por el entusiasmo me paré en un banco, les dirigí la palabra y les hice una arenga a los soldados que estaban enfrente. Y después continuamos hacia el sitio donde se decía que estaban siendo atacados los estudiantes. Todo esto en medio de una gran confusión.
Deambulando
Cuando estábamos llegando al final de la cuadra se escucharon algunos disparos, y era que desde el Ministerio de Guerra habían salido algunos soldados a perseguirnos a nosotros. Casi no nos dimos cuenta. Ocupamos un ómnibus y nos dirigimos hacia la zona donde estaba la estación. Éramos como siete, pero con tres fusiles nada más.
Llegamos a una ancha avenida, se paró la guagua en una esquina, y los tres que teníamos fusiles avanzamos hacia la avenida. Y a unas dos manzanas de nosotros estaba todo un grupo de caballería, que era quien estaba atacando la estación. Prácticamente barrieron la avenida aquella a tiros. Nosotros nos defendimos detrás de unos bancos de aquella avenida; y cuando tuvimos una oportunidad nos retiramos otra vez hacia la calle, donde estaba la guagua. Entonces, decidimos ir la Universidad para ver si había algo organizado, para tratar de informarnos si había algo en la Universidad.
Llegamos a la Ciudad Universitaria e igualmente nos encontramos un gran caos allí: nada organizado en ninguna dirección, aunque muchos estudiantes desarmados, agitados, y allí surgió la idea de salir hacia una estación de policía. Salimos hacia la estación de policía, aquella fuerza seguía contando únicamente con tres fusiles. Cuando llegamos a la estación de policía que íbamos supuestamente a tomar, estaba afortunadamente tomada ya.
Y entonces allí hice el primer contacto con lo que parecía ser embrión de organización y de dirección en gestación, porque a la estación llegó un comandante de Policía, que estaba tratando de agrupar a las fuerzas revolucionarias que habían ocupado todas las estaciones de policía y estaban integradas por gente del pueblo y muchos policías. Hablé con él rápidamente, le expuse algunas ideas acerca de la necesidad de organizar, que si quería estaba dispuesto a ayudarlo; el hombre aceptó muy gustoso. Me invitó a ir en el jeep de él a visitar la jefatura del Partido Liberal en el centro de la ciudad.
Atravesamos la ciudad en medio de aquel caos, donde no se sabía quién era el enemigo y quién no lo era, y llegamos a la jefatura del Partido Liberal. En la jefatura del Partido Liberal, por lo que hoy recuerdo, había algunos hombres tratando de vertebrar la organización, pero me alentaba la idea de que al fin toda aquella fuerza que surgió de manera espontánea se pudiera organizar, tuve esperanza de que eso llegara a cristalizar, se veían ya los primeros síntomas. No puedo hacerme un juicio de aquellos hombres que vi allí. Entró en un despacho el comandante, salió otra vez, y volvió a la estación de policía donde habíamos partido. De allí se decidió a ir nuevamente a la jefatura del Partido Liberal; ya yo lo estaba acompañando; prácticamente me había convertido en un ayudante del jefe de la policía sublevado.
Entonces, ocurrió un incidente que me hace perder el contacto con él. Para ir de nuevo a la ciudad, ya casi oscureciendo, salimos en dos jeeps: el comandante iba en el de adelante y yo en el de atrás; el de adelante se para, se queda el comandante -que era jefe de aquello- sin carro, y del carro donde voy yo no se baja nadie, y yo, en un gesto de indignación, me bajé y le di mi asiento al comandante, que siguió. Conmigo se quedaron dos estudiantes; tratamos de arrancar un automóvil para trasladarnos después de allí. De una puertecita pequeña en una pared larga se abrió la puerta, se vio una gorra y varios fusiles, e intuí en el acto de que eran enemigos. Y al amparo de la oscuridad que dejó un automóvil que pasó rápidamente cruzamos la calle y nos alejamos de aquel sitio sin que nos dispararan. Y después pude saber que el automóvil que se había parado, precisamente, junto a la puerta lateral del Ministerio de Guerra y que el automóvil que estábamos tratando de arrancar pertenecía al Ministro. Dos esquinas más adelante nos encontramos con hombre con fusil ametralladora; era un policía. Nos indicó dónde estaba una estación sublevada también –que resultó ser la Once Estación- y hacía allí nos dirigimos para incorporarnos a aquella fuerza. (No voy a contar que me habían robado la cartera y no tenía ni un centavo).
Era ya de noche; cientos de hombres, la mayor parte militares armados estaban allí en aquella estación, situada en las inmediaciones de la colina que está junto a la ciudad de Bogotá. Allí se hicieron los primeros esfuerzos de organización. Allí me incorporé también a una compañía que se organizó en el patio central y que simplemente lo único que se hizo fue darle una organización formal, sin asignarle ninguna tarea, y situarla en distintas zonas del edificio.
Táctica suicida
Transcurría el tiempo y comenzaron a circular rumores constantes de que el edificio iba a ser atacado por el ejército. Entonces, yo comprendía la inutilidad, lo suicida de aquella táctica, de aquella actitud pasiva y estrictamente defensiva. Pedí una entrevista con el jefe de la estación aquella, le dije que yo era cubano y que por la experiencia nuestra en Cuba siempre que una fuerza cualquiera se había situado en una fortaleza, en circunstancias como esa, había perecido. Recordaba los casos de nuestra experiencia, hechos que habían ocurrido aquí en Atarés y en el Nacional, distintos hechos de armas que había ocurrido aquí. Que con el ambiente que había en el pueblo, que con la fuerza de 500 hombres que había allí por qué no formaba dos columnas, las sacaba a la calle, las dirigía al Palacio presidencial o algún punto estratégico; que por qué no tomaba la ofensiva y sacaba en columnas aquellos hombres a la calle, a tomar posiciones estratégicas; tomar la ofensiva.
Mis consejos, o mis intentos de persuadir a aquel hombre fueron inútiles; recibió con aparente simpatía y agradecimiento lo que decíamos, mas no tomaba ninguna resolución. Volví a tomar mi posición en una de las alas del edificio, en un dormitorio. Recuerdo distintas escenas de aquella noche, que fue una noche desagradable y llena de incertidumbre.
Se repetían incesantes voces de que venían a atacar, se posesionaban las gentes de las ventanas, había un gran nerviosismo, cruzaron varias veces tanques por allí, precisamente frente a la calle, se les hicieron disparos de fusil, más no ocurría nada.
Otra escena que recuerdo era que cerca de una las literas donde yo estaba descansando sentí a un hombre gritando de que estaba siendo golpeado, y era un policía al que le habían descubierto la ropa nueva que les daban precisamente a los adictos al régimen. Intervine, porque me produjo una desagradable impresión que golpearan a aquel hombre que estaba totalmente acobardado. Y así esperé pacientemente toda la noche.
Cuba y Colombia
Hubo un minuto, cuando ya en horas de la madrugada tuve tiempo de detenerme a recapacitar y pensar en la situación, en que estaba convencido de que aquella tropa estaba perdida, que si la atacaban iban a perecer todos, que estaba dirigida de una manera estúpida. Y entonces me planteé un problema de conciencia: si yo debía seguir allí. Pensé en Cuba, en mi familia, en muchas cosas, y me pregunté si yo debía permanecer allí en aquella cosa inútil. Y realmente tuve dudas. Estaba absolutamente desconectado, absolutamente solo en ese momento, ningún cubano conmigo. No me unían más vínculos con el pueblo de Colombia y con aquellos estudiantes que un simple vínculo conceptual, cuestión de conceptos, de ideas. Y, sin embargo, la decisión que tomé fue quedarme, porque me dije: ‘bueno, el pueblo es igual aquí que en Cuba, que en todas partes; aquí como en todas partes el pueblo es víctima de los crímenes, de los atropellos, de las injusticias; aquí como en todas partes la gente sufre, y aquí la gente tiene la razón más absoluta, y por lo tanto me quedo’. Había sido fácil entregarle el fusil a cualquiera de los que estaban desarmados y marcharme. Y me quedé.
Amaneció el día diez. Detrás de nosotros quedaban unas alturas, posiciones muy estratégicas; se seguía esperando el ataque. De nuevo me reuní con el jefe de la estación y lo convencí: era absurdo que aquellas lomas, aquellas posiciones estuvieran completamente abandonadas, que había que defenderlas, porque cualquier ataque realizado desde arriba tenía una ventaja extraordinaria. Y lo persuadí de que me diera una patrulla para defender las posiciones aquellas.
Ya desde la noche anterior miles de gentes de los barrios más pobres de los alrededores de Bogotá se habían dedicado a saquear. Y en medio de aquel caos, de la destrucción y de la muerte, filas interminables de hombres y de mujeres cargaban como hormigas toda clase de objetos, desde armarios, radios, bultos, paquetes de todas las clases, porque es lo cierto, desgraciadamente, y eso fue para mi una gran lección que me ayudó mucho, me orientó mucho cuando la Revolución cubana, a predicar incesantemente, contra eso, aunque sin embargo yo tenía la seguridad de que nuestro pueblo, en circunstancias distintas, con mayor desarrollo político, esas cosas no ocurrirían así.
Y aquella mañana, cuando me dirigí con la patrulla, ocupé posiciones, distribuí a la gente; la ciudad virtualmente estaba ardiendo: humo y fuego por todas partes. Visité algunos bohíos, nos recibieron muy bien, nos dieron vinos y comida que habían conseguido en la ciudad donde se había abastecido todo el mundo. Me dirigí hacia uno de los extremos de aquella franja de colinas para observar los puntos de donde podían proceder las fuerzas que hoy atacaran. Un automóvil se marchaba rápidamente, recuerdo bien que le di el alto; no se detuvo, no quise disparar, pero al hacer un recodo, sentí como que había chocado el carro; corrí, me situé en el recodo, vi la gente que corría; les di el alto, siguieron corriendo y no les quise disparar, aunque pensaba que pudieran ser algunos espías. Después pude informarme con los campesinos de allí que era un individuo que andaba con dos prostitutas. Y así, mientras la ciudad ardía virtualmente y una tragedia increíble se estaba produciendo, ¡un individuo en un automóvil estaba por las afueras de Bogotá divirtiéndose con dos prostitutas!
Aviones
Allí estuve toda la mañana; hacia el mediodía comenzaron a aparecer algunos aviones volando sobre la ciudad. No se sabía todavía cuál era en definitiva la posición del ejército: incluso tuvimos la esperanza de que aquellos aviones estuvieran con la revolución. Después, distintos grupos de militares vestidos con uniformes del ejército, procedentes de la estación de donde nosotros habíamos salido, salían de allí; al preguntarles qué hacían nos dijeron que estaba perdido todo, que ellos se iban. Nosotros tratamos de persuadirlos de que no lo hicieran. Algunos incluso se resistieron, amenazaron con sus fusiles; incluso estuvieron en disposición de disparar contra nosotros. Los dejamos marchar.
Nos acercamos entonces a la estación; mientras nos aproximábamos de nuevo a la estación nos informaron que estaba siendo atacada. Decidimos ir a ayudarlos, al decirnos que estaba siendo atacada desde la ciudad; llegamos: no era cierto, y por el contrario algunas patrullas estaban saliendo de la estación a tomar algunos sitios. Llegó la noche sin que la situación se definiera. Volvimos a concentrarnos allí en la estación, a buscar noticias, a pedir instrucciones.
Empezaron a circular los primeros rumores de que se estaba discutiendo una tregua. En esa situación transcurrió toda la noche, y a la mañana siguiente comunicaron que se había llegado a una solución, que se depusieran las armas. Realmente yo no comprendía lo que estaba pasando; no estaba muy clara aquella situación. Entonces, se anunció por radio el cese del fuego y toda una serie de proclamas radiales. Y ante esa situación, decidí dirigirme al hotel donde había estado parado, en espera de los acontecimientos.
Mientras transitaba hacia el hotel pude presenciar espectáculos verdaderamente dolorosos. Ya cuando regresaba desarmado, vimos a unidades del ejército persiguiendo a los francotiradores en distintas azoteas, cazándolos; grupos de gentes presenciando aquello.
Regresé al hotel. En el hotel habían elementos oligarcas, conservadores; creí que era difícil aquella situación. Me trasladé hacia la casa donde estaban los otros compañeros; allí pensé pasar la noche. Ya eran cerca de las seis de la tarde, hora del toque de queda: faltaban unos veinticinco minutos. El dueño de la casa de huéspedes era un conservador; comenzó a decir horrores de los revolucionarios. Me indigné, le contesté resueltamente, le dije que no tenía ninguna razón. Y en consecuencia el hombre me pidió que no me quedara en la casa, y en una situación muy difícil, faltaban quince minutos para las seis de la tarde, cuando se disparaba contra toda la gente que estuviera en la calle. Disponiendo escasamente de cinco o diez minutos me dirigí hacia el hotel donde estaban algunos de los delegados.
Allí nos encontramos con un delegado argentino que estaba muy asustado. Ya para ese momento habían empezado a circular una serie de falsos infundios de que los cubanos habían organizado aquello, que habían sido vistos cubanos dirigiendo aquella cosa, que era obra de comunistas y de agentes extranjeros, y todas las demás cosas. Cuando aquel delegado argentino, que había ido al Congreso, nos vio, se asustó tremendamente, estaba lleno de pánico, y sin que me explique por qué comenzó a decirme: “¡En qué líos me habéis metido!” Entonces yo le dije: “Bueno, pues, mire: usted ahora nos lleva en el carro” -tenía un carro diplomático-, le exigí que me llevara a la sede de la embajada cubana en un carro diplomático.
Balazos y escape
Por supuesto, ya era después del toque de queda, y gracias al hecho de ir en un carro diplomático pudimos llegar a la sede de la embajada de Cuba. Allí explicamos la situación y fuimos perfectamente atendidos.
Recuerdo muy bien: estaba el presidente de la delegación de Cuba, que tuvo una buena actitud y se interesó mucho por nosotros. Después le comuniqué dónde estaban los otros compañeros, dónde había que recogerlos, de lo que a su vez la embajada se encargó.
Otra cosa curiosa: era cónsul de Cuba un señor muy bondadoso y la señora, en cuya casa dormimos, y era de apellido Tabernilla. Nada menos que hermano del Tabernilla que después fue jefe del Ejército de Batista, y del cual -independientemente de la historia bochornosa de los Tabernilla- siempre dejó en mí aquel hombre la impresión de que era una persona bondadosa.
La representación diplomática de Cuba gestionó los medios para que nosotros saliéramos del país. Y en un avión que había ido por aquellos días a recoger unos toros para una lid de toros en La Habana en un viaje de cinco horas.
Puedo decir que de las 16 balas, que era todo el parque que yo tuve en aquellos días, que tenía un fusil Mauser, emplee cuatro cuando estaba de patrulla en aquella zona, disparando contra el Ministerio de Guerra que se veía hacia abajo unos ochocientos metros de distancia. Hicimos cuatro disparos la tarde aquella que estuvimos allí. En realidad, es increíble que no nos mataran, verdaderamente increíble que no nos mataran.
Cuando me dijeron que la estación estaba siendo atacada y fui para allá con los pocos hombres que tenía para defenderla, y que en realidad no estaba siendo atacada; habían varias patrullas que entonces se dirigieron a atacar un edificio donde había una serie de “godos” -cómo les decían ellos- atrincherados, y era un edificio de religiosos. Y yo entonces los acompañé de verdad, fui a atacar aquel lugar. No se llegó a atacar, porque ya lo habían tomado, yo no llegué a disparar contra aquel edificio, pero ya la actitud que yo tenía el segundo día era distinta. Sí recuerdo que cuando íbamos avanzando aquellas columnas por las calles hacia aquel edificio donde se habían refugiado elementos reaccionarios de la oligarquía y que estaban atacando, atravesamos la calle, y allí ocurrió una escena que difícilmente no se me olvidará también.
Al atravesar una calle, un niño desgarrado en llanto se acercó a mí y me dijo: “¡Han matado a mí papá!” Era una súplica que a mí me produjo mucho dolor, posiblemente alguna bala perdida lo había matado, pero fue una de esas cosas de las que dejan una impresión tan dolorosa de la guerra y del sufrimiento del pueblo.
De insurrecciones populares de aquellas características, yo no conocía más que las impresiones que en mi imaginación habían dejado los relatos de la toma de la Bastilla y los toques a rebato de los comités revolucionarios de París, llamando al pueblo en los días más gloriosos de la revolución. Pero en Bogotá, en aquel instante, nadie dirigía.
El líder innato
Retrato del último hombre universal
A Fidel Castro lo fotografiaron decenas, cientos de veces: con su traje verde oliva y sus aires de hombre viril, firme y decidido; jovial, con casco, bate y uniforme de beisbolista; de corbata, haciendo desaires a Clinton en Nueva York; a carcajadas, puro en mano y en diálogo con García Márquez; usando sudadera, extenuado, vencido por su enfermedad, y así una lista tan eterna como serán su barba y su perfil.
Sin embargo, en más de 50 años de revolución, el líder solo posó para un pintor.
Su célebre mal temperamento, hizo que pocos lo imaginaran sereno, mudo, con la mirada fija en un artista. Lo cierto es que, mal que bien, el hecho ocurrió.
La Habana. Rodeado de jóvenes, Fidel Castro utilizó el imponente marco del Aula Magna para dar su testamento político, una severa crítica por los “muchos errores” cometidos y advertir que el sistema socialista podría conseguir lo que EE. UU. no logró ni por la vía militar: autodestruirse a causa de los “vicios” y “robos”.
El 17 de noviembre del 2005, con motivo del sexagésimo aniversario de su ingreso a la Universidad, una celebración tan personal que sorprendió a muchos analistas, pronunció el ‘Discurso de la universidad’, en el que habló del futuro de la isla tras su muerte, tema prácticamente tabú en la isla.
"A los ojos de algunos altos funcionarios de la administración estadounidense, para el 10 de marzo de 1959 Fidel Castro –a dos meses de su ascenso al poder en Cuba- era ya un hombre muerto. Ese día se había celebrado una sesión del Consejo Nacional de Seguridad en Washington; en el orden del día, secreto por otra parte, este punto: su eliminación", escribía el biógrafo alemán Volker Skierka, en su libro “Fidel”.
Castro, por supuesto, nunca fue eliminado. Y según cuenta le leyenda, sobrevivió muchas intentonas más. De hecho se tornó, a lo largo de sus 48 años en poder, en el Némesis para 11 presidentes de E.U.
La Habana. Mientras Fidel Castro gobernó Cuba, el futuro del archipiélago era imposible de predecir. Durante años, la pregunta que se hacían todos los diplomáticos afincados en La Habana era: ¿qué pasará cuando falte Fidel?
Una pregunta que nunca, ni siquiera tirando caracoles, el sistema de los babalaos (sacerdotes de santería) cubanos, encontró respuesta.
No eran pocos quienes decían que el cambio llegaría tras su ausencia. El 31 de julio de 2006 muchos creyeron que vendría un revolcón. Otros, allá en Miami, saltaron de alegría pensando que el fin del comandante estaba próximo, incluso lo daban por muerto, como en muchas otras ocasiones.
¡Primicia! El testimonio esperado durante 28 años. ¡Fidel Castro por primera vez habla sobre la participación que tuvo en los sucesos ocurridos en Bogotá el 9 de abril de 1948! El relato fue grabado por Carlos Franqui, Comandante de la Sierra Maestra, director de Radio Rebelde de Cuba y posteriormente del diario Revolución, de La Habana, y actualmente exiliado en Francia. La transcripción está contenida textualmente en el libro de Memorias de Franqui que acaba de aparecer en París.
Lo de Bogotá fue en abril de 1948 exactamente. Yo era por aquella época una mezcla de individuo quijotesco, romántico, soñador, con bastante poca cultura política, un gran deseo de saber y una gran sed de acción.
Colaboradores David Pérez
Diego Moreno
Giovanni López
Isaac Pérez
Jose Barrera
Julián Martínez
Miguel Santamaría
Natalia Ardila
Paula Vásquez
Sandra Merino
Sebastián Yepes
Yamil Lasso